¿La doctrina marítima, del concepto de “angaria” (Jus Angarie) y el derecho del príncipe, pudieran de alguna forma, asociarse a todo el tema que hemos venido desarrollando, sobre la interdicción del VLSC “SKIPPER”?
Conceptualmente pueden asociarse, pero solo de manera muy cuidadosa, histórica y analógica, no como fundamento jurídico vigente directo. Y precisamente ahí está su valor: explican el “instinto” jurídico-político que subyace a muchas interdicciones modernas, aunque ya no las legitiman.
La angaria (jus angariae) como antecedente histórico del control marítimo
La angaria surge como una prerrogativa soberana excepcional, por la cual un príncipe o Estado podía requisar buques, medios de transporte o servicios, incluso de extranjeros, cuando lo exigían necesidades superiores del Estado, normalmente en contextos de guerra o emergencia extrema. En el ámbito marítimo, implicaba la posibilidad de utilizar o retener buques neutrales para fines estatales.
Este concepto refleja una lógica pre-moderna del derecho internacional, en la que la soberanía prevalecía sobre la neutralidad, y donde el mar era un espacio de proyección directa del poder del príncipe. La legalidad de la angaria descansaba más en la capacidad de imponer que en normas consensuadas.
Desde esa perspectiva, muchas prácticas contemporáneas de interdicción recuerdan funcionalmente a la angaria: un Estado poderoso interfiere con la navegación de terceros, invocando una necesidad superior —seguridad, sanciones, orden internacional— y trasladando el costo a actores privados. Sin embargo, esta semejanza es descriptiva, no normativa.
El “derecho del príncipe” y la lógica de excepción
El llamado derecho del príncipe no era un conjunto codificado de normas, sino una doctrina política-jurídica que reconocía al soberano amplias facultades para actuar fuera o por encima del derecho común, cuando lo exigía la razón de Estado. En el mar, esto se traducía en bloqueos, capturas, embargos y restricciones al comercio decididas unilateralmente.
El paralelismo con la interdicción moderna es claro: el Estado interdictor actúa como si ejerciera una facultad excepcional, justificándose no en un mandato universal, sino en su propia interpretación de la legalidad, la seguridad o el orden económico.
Sin embargo, el Derecho del Mar contemporáneo, cristalizado en UNCLOS, surge precisamente para superar esa lógica, sustituyendo el derecho del príncipe por reglas objetivas, limitadas y consensuadas. Por eso, cualquier intento de justificar interdicciones actuales como ejercicio de un “derecho soberano superior” choca frontalmente con el orden jurídico vigente.
Por qué estos conceptos siguen siendo útiles hoy
Aunque ni la angaria ni el derecho del príncipe son fuentes válidas de derecho internacional contemporáneo, siguen siendo útiles para entender el trasfondo conceptual de ciertas prácticas estatales.
La interdicción marítima moderna, especialmente cuando se funda en sanciones unilaterales, puede leerse como una reaparición funcional de la angaria, despojada de su nombre, pero no de su lógica: la transferencia del costo político y económico de una política estatal a actores privados neutrales.
Del mismo modo, la invocación difusa de “seguridad internacional”, “orden basado en reglas” o “intereses vitales” funciona, en la práctica, como una nueva formulación del derecho del príncipe, donde el poder define el alcance del derecho, y no al revés.
El límite jurídico contemporáneo
El derecho internacional moderno tolera prácticas de poder, pero no las legitima automáticamente.
La libertad de navegación, la jurisdicción exclusiva del Estado de bandera y la neutralidad comercial no han desaparecido; simplemente conviven con intentos de excepción permanente. El conflicto del Buque “Skipper” no es entre legalidad e ilegalidad absoluta, sino entre derecho positivo y prácticas de poder que lo erosionan sin derogarlo.
Por eso, Venezuela —y cualquier Estado en situación similar— no necesita “revivir” doctrinas como la angaria para defender su posición. Al contrario: su mejor estrategia es mostrar que ciertas interdicciones son regresiones históricas, incompatibles con el Derecho del Mar contemporáneo, y funcionalmente equivalentes a prerrogativas soberanas que el sistema internacional ya había decidido superar.
Sí, definitivamente, la angaria y el derecho del príncipe ayudan a explicar lo que está ocurriendo, pero no a justificarlo. Funcionan como categorías analíticas para desnudar el carácter excepcional, unilateral y crematístico de muchas interdicciones actuales, y para evidenciar que, bajo un lenguaje moderno, se ejercen prácticas antiguas de dominación marítima.
Y esto encaja perfectamente con todo lo referente a la interdicción: la interdicción no es un problema técnico del mar, sino la tensión permanente entre comercio, soberanía y poder, una tensión tan antigua como el propio derecho marítimo.
El análisis desarrollado a lo largo de este documento permite concluir que la interdicción marítima contemporánea no puede ser comprendida únicamente como una cuestión técnica de derecho del mar, ni como una suma de incidentes aislados vinculados a sanciones, seguros o rutas comerciales. En su núcleo, la interdicción expresa una tensión estructural y persistente entre el ideal normativo de la libertad de navegación y la realidad del ejercicio del poder en el espacio marítimo.
El Derecho Internacional del Mar, cristalizado en instrumentos como la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, nació precisamente para domesticar el poder, sustituyendo la lógica discrecional del soberano por reglas comunes, previsibles y aceptadas. Sin embargo, la práctica demuestra que, cuando confluyen intereses estratégicos, energéticos o financieros de gran magnitud, resurgen mecanismos de excepción que, aunque revestidos de un lenguaje moderno, reproducen patrones históricos conocidos.
En este sentido, la interdicción marítima basada en sanciones unilaterales o en interpretaciones extensivas de la seguridad recuerda funcionalmente a figuras como la angaria o al llamado derecho del príncipe, en las que la necesidad declarada del Estado prevalecía sobre la neutralidad, el comercio y la autonomía de terceros. No se trata de una continuidad jurídica, sino de una reaparición conceptual: el poder que, ante la insuficiencia del derecho para garantizar sus objetivos, ensancha los márgenes de la excepción.
La diferencia fundamental radica en que, a diferencia de los órdenes pre-modernos, el sistema internacional actual no reconoce formalmente esas prerrogativas. La excepción no se proclama; se ejerce. La coerción no se codifica; se fragmenta en actos administrativos, presiones financieras, restricciones aseguradoras e interdicciones selectivas que, tomadas individualmente, parecen técnicas, pero que en conjunto configuran una arquitectura de control del comercio marítimo.
Este fenómeno desplaza el conflicto desde el plano clásico de la confrontación interestatal hacia un terreno más difuso, donde los principales afectados son actores privados —armadores, aseguradores, tripulaciones— y donde el derecho se ve tensionado no por su negación abierta, sino por su erosión práctica. La interdicción deja de ser una cuestión de guerra o paz y se convierte en una herramienta de gestión del riesgo político-económico, profundamente crematística en sus efectos.
Para Estados como Venezuela, esta realidad impone un desafío particular. La defensa de sus intereses marítimos y energéticos no pasa por reivindicar doctrinas de excepción ni por confrontar el poder con retórica, sino por reafirmar el valor normativo del derecho existente, evidenciando que ciertas prácticas contemporáneas representan regresiones históricas incompatibles con el orden jurídico que la comunidad internacional dice sostener.
En este contexto, la estrategia más sólida no consiste en negar la existencia del poder, sino en desplazar el terreno donde ese poder resulta eficaz. Rediseñar las estructuras comerciales, financieras y logísticas; diluir el momento transaccional; fortalecer alianzas jurídicas y diplomáticas; y preservar una conducta estatal coherente con el derecho internacional, son formas modernas de resistencia jurídica frente a prácticas que, aunque poderosas, carecen de legitimidad universal.
Así, la interdicción marítima aparece no solo como un problema operativo, sino como un síntoma: la manifestación contemporánea de una tensión histórica no resuelta entre el comercio libre y la voluntad de control. Reconocer esta dimensión permite abordar el fenómeno con mayor lucidez, evitando respuestas reactivas y construyendo, en cambio, una política marítima fundada en la previsión, la legalidad y la inteligencia estratégica.
Este epílogo no pretende cerrar el debate, sino situarlo en su justa perspectiva. El mar, como espacio de intercambio y de poder, seguirá siendo escenario de disputas. La cuestión central no es si el derecho será desafiado, sino cómo los Estados eligen defenderlo sin renunciar a su dignidad, a su coherencia jurídica ni a su responsabilidad histórica.
JULIO ALBERTO PEÑA ACEVEDO
Caracas, 11 de diciembre de 2025


